jueves, 21 de julio de 2016

UNA GRAN REINA POCO CONOCIDA..."CATALINA DE ARAGÓN".


CATALINA DE ARAGÓN: LA MUJER QUE CAMBIÓ LA HISTORIA DE INGLATERRA

La hija de los Reyes Católicos soportó con admirable estoicismo la presión de un rey terrible y de toda su corte y con voluntad férrea y tremenda dignidad, fue capaz de cambiar la historia de Inglaterra para siempre. 



CATALINA DE ARAGON

Catalina de Aragón fue la quinta hija de los Reyes Católicos y como sus hermanos, fue educada desde pequeña para ser reina. Claro que no reina de España, sino de cualquier otro país con el que España mantuviese una relación diplomática fructífera. Un rudimentario tablero geopolítico comenzaba a moverse en Europa en los albores del siglo XVI y los Reyes Católicos sabrían posicionarse en él mejor que ninguno.

Por aquel entonces, Francia era el enemigo irreconciliable de España, de forma que todas las alianzas matrimoniales urdidas por Fernando el Católico tenían como fin aislar a su rival. Así, la infanta Isabel casó con el primogénito de los reyes de Portugal, el infante Alfonso; el infante Juan lo haría con la hija del emperador alemán, Margarita de Austria; la infanta Juana se prometió con el heredero de los reinos de Flandes, Felipe el Hermoso; y la pequeña Catalina, fue enviada a las Islas Británicas para casar con el joven heredero de una nueva dinastía que pretendía unir las casas de York y de Lancaster, los Tudor. Para Enrique VII, cuya legitimidad para reinar era más bien escasa, emparentar con una familia tan bien considerada como los Trastámara significaba dar carta de naturaleza a su futura estirpe.

El joven y tímido príncipe Arturo no cabía de gozo con su encantadora esposa. Catalina contaba con todos los atributos para encandilar a los ingleses: esmerada educación, gracia y viveza en los gestos, una tez blanquísima y un pelo rojizo que le daba cierto aire británico encendido con la viva mirada de su madre Isabel. A Catalina, los ingleses ya la comparaban con la reina Úrsula, esposa del legendario rey Arturo. No había mayor honor en las islas para una joven princesa.

Tras una boda llena de pompa y boato, los recién casados se marcharon a Gales, donde el invierno se endureció más de lo previsto. Entre las frías paredes del castillo de Ludlow, ambos cogieron fiebres y sólo Catalina las sobrevivió. Con sólo 17 años, Catalina era una princesa viuda y la alianza con Inglaterra urdida por Fernando el Católico se venía al traste. La mitad de la dote de 200.000 coronas ya estaba pagada, pero había que determinar qué pasaba con la otra mitad. Se barajaban varias opciones. Traer de vuelta a la princesa o dejarla en Inglaterra para que casase con el segundo hijo del monarca, el joven Enrique, que aún tenía 12 años. Sin embargo, para un nuevo compromiso, había que fijar una nueva dote y las arcas de los Reyes estaban vacías tras la guerra en Italia. Luego estaba el escabroso asunto de la consumación del matrimonio, que en cualquier caso necesitaba de una dispensa papal para ser anulado.

Y mientras unas y otras cosas se resolvían fueron pasando los meses y después los años, y Catalina fue sumida en el más absoluto ostracismo. Abandonada por el rey, humillada por sus cortesanos, Catalina no sólo debía vencer el drama de su soledad en un reino hostil, sino también su absoluta falta de recursos. La muerte de Isabel la Católica dejó el asunto de la dote en manos de Fernando, que no quería cargar a la Corona de Aragón un dispendio que correspondía a Castilla, por entonces gobernado por su hija Juana.

La relación entre Fernando y Enrique VII se enrareció. Ambos eran afamados tacaños y al asunto de la dote se sumaron sus diferencias políticas. Durante siete largos años, la infanta Catalina vivió penurias indignas de una futura reina pagando las intransigencias de su padre y sobrellevándolas con una sencillez dignísima. Enrique VII la sometió a toda clase de precariedades y humillaciones pero Catalina era una princesa castellana y aunque sus ropas estuvieran roídas su porte era orgulloso como el de una reina y jamás exteriorizó dolor alguno.

El ostracismo de Catalina llegó a su fin de pronto con la muerte de Enrique VII. Contra todo pronóstico, resultó que su hijo Enrique había vivido tan marchitado como ella por el carácter huraño de su padre y tal vez por una inclinación natural entre dos almas gemelas, tal vez porque se lo prometió a su padre en el lecho de muerte, el príncipe escogió a la bella infanta para iniciar juntos un prometedor reinado. Si fue amor secreto o alianza estratégica sólo Enrique lo supo, pero nada hizo pensar que al principio de este matrimonio ambos esposos no estuviesen profundamente enamorados.

Enrique era un joven alegre y piadoso, que colmaba de atenciones a su mujer y disfrutaba de su reino como su padre no había hecho jamás. Además, contaba con la reina para cualquier decisión, ya fuese personal o de Estado. Catalina era mayor que Enrique, había recibido una educación esmerada y durante su ostracismo había desarrollado una ardua labor diplomática con el agónico fin de sobrevivir, lo que la colocaba en un grado de madurez muy por encima de su marido.



ENRIQUE VIII Y CATALINA DE ARAGON

Catalina fue la mejor embajadora de Inglaterra, recibiendo a visitantes de todos los confines a los que hablaba en inglés, español, francés, latín o alemán, según conviniese. Poseedora de gran cultura, la reina ejerció también como mecenas renacentista, convirtiendo Inglaterra en una pequeña cuna del humanismo. Catalina cultivó la amistad con Tomás Moro, con Erasmo de Roterdam y también con el valenciano Luis Vives, a quien patrocinó buscándole una colocación en Oxford e inspirando su gran tratado De disciplinis, un gran alegato acerca de la educación femenina. Cuando Enrique partió a la guerra en Francia, Catalina quedó al cuidado del reino, llegando a librar la mayor batalla de su reinado contra Jacobo de Escocia en Flodden. Catalina reclutó a sus mesnadas y las encabezó cabalgando junto a ellas, como hiciera su madre Isabel la Católica, dando muerte al rey Jacobo en el campo de batalla.

A pesar de sus múltiples cualidades, la finalidad última de toda reina no es otra que alumbrar herederos y en esta empresa tuvo poca fortuna doña Catalina. Su primer embarazo terminó en aborto y en el segundo dio a luz un varón que sobrevivió 52 días. Por fin, el 18 de marzo de 1516 nació una niña, María Tudor, la única de sus seis embarazos que llegaría a edad adulta. No era el ansiado varón, pero suponía un soplo de aire fresco para la pareja.

Catalina se ensimismó en la tarea de darle a su rey un hijo varón y entre abortos y embarazos, su cuerpo se fue marchitando y Enrique buscó abrazos más jóvenes y el calor de sucesivas amantes. Al cuidado de su hija, Catalina fue abandonando los festines cortesanos para dedicarse a labores más pías y el joven rey, libre de estorbos, empezó a descuidar la discreción en sus escarceos. Enrique conoció a una joven cortesana llamada Ana Bolena, que en realidad era la hermana menor de su amante de entonces y que tuvo la feliz idea de rechazarle. El rey, que no se había visto jamás en una situación semejante empezó a sentir una obsesión ciega e irracional por la joven.

En realidad Ana no rechazaba a Enrique, pero se negaba a entregarse a él si no era de igual a igual, como esposa y reina de Inglaterra. Ciego de pasión, Enrique confió al cardenal Wolsey la ruptura de su matrimonio, que sólo podía apoyarse en el viejo asunto de la consumación de su primer matrimonio, una cuestión que Catalina negaba de forma tajante. El cardenal Wolsey, intrigante apodado el Limosnero, bregó sin descanso para perjudicar a Catalina. Se apoyaba en un viejo texto del Levítico: “Si un hombre coge a la mujer de su hermano morirán sin descendencia”. Para Wolsey, bien podía ser esa la causa de que no hubiese hijo varón.

Catalina se veía amenazada, pero no sólo en la validez de su matrimonio, sino también en la legitimidad de su hija, que podía convertirse en bastarda de la noche a la mañana. Catalina puso el asunto en manos de su sobrino Carlos I y del Papa Clemente VII, que envió a resolver la disputa al cardenal Lorenzo Campeggio. Para no desairar a Catalina, que a fin de cuentas era tía de Carlos V, el hombre más poderoso de su tiempo, Campeggio le propuso una salida digna: ingresar en un monasterio con su honor intacto. Catalina se negó en redondo. De nada estaba más segura que de su matrimonio con Enrique, a quien se había entregado pura en cuerpo y alma.

Aislada para que nadie pudiese asesorarla y sometida a terribles presiones que buscaban ya no sólo una confesión, sino cualquier otra prueba de sedición que pudiese enviarla al cadalso, Catalina estudió derecho canónico y preparó ella misma una defensa impecable en fondo y forma, que dejaba en manos del Papa la decisión final. Wolsey perdió el cargo por su incompetencia y en su lugar aparecería la definitiva figura de Cromwell, que sería capaz de resolver la disputa por la única vía posible, la ruptura con Roma. 

ANA BOLENA

Lo que la Iglesia no se atrevió a romper, lo hizo el Parlamento inglés, atenazado de miedo ante un tirano caprichoso que había perdido todo rastro de piedad. Catalina fue expulsada de la corte y despojada del título de reina, que fue sustituido por el de ‘princesa viuda’. Catalina, indomable hasta la muerte, rechazó ese trato y siguió comportándose como la reina de Inglaterra aún en el exilio. Chapuy dijo de Catalina que si hubiera nacido varón superaría a todos los héroes de la historia. Ella sola fue capaz de torcer el rumbo de la historia de Inglaterra, que tuvo que adoptar una nueva iglesia, la anglicana. De su victoria final, dan buena cuenta las palabras de Ana Bolena, coronada en 1533 y que sólo tras la muerte de Catalina, tres años después, pudo decir: “¡Ahora por fin soy reina de Inglaterra!”.



1 comentario:

  1. Lamentablemente Catalina hizo sin quererlo con su gran caracter y empeño. un gran favor a Inglaterra, algo que ningún rey español hizo por España...

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